Historias y Poemas, Prosa & Poesia

El catalizador de sueños

Dedicado a Bashir S.

Estaba sentada junto a la chimenea empolvada y vieja, repleta de troncos muertos cansados por no correr el riesgo de ser avivados por el fuego. La luz azulada del cielo del medio día pasaba través del gran tragaluz, iluminando la mesa con sus banquitos negros y cojines descoloridos, mientras ella leía vorazmente el libro del famoso bailarín clásico del Ballet Real. 

El mesero italiano la trataba con familiaridad y bromeaban como si los años hubiesen forjado la confianza que los acompañaba. Vicenzo le había recomendado la especialidad vegana del día y aún antes de que ella pudiera ordenar el mismo café del día anterior, él lo sirvió junto a una torta de zanahoria aún caliente y fragante.

Aquella era la segunda vez que ella visitaba aquel café y no podía evitar sentirse como en casa. El bullicio y la calidez perfecta de este lugar pequeño la embelesaban. Las enredaderas colgando del techo entrelazadas con las lucecitas de navidad y las columnas de madera antigua adornadas por los años y la mugre, la inducían a una añoranza conocida.

Y como si Vicenzo pudiera verla en los ojos del hombre que cruzó la puerta, lo llevó a su mesa, los presentó y se escurrió entre las sombras. Ella lo miró con sus ojos negros hechos de arenas oscuras y brillantes, y le sonrió abismalmente. Él la miró con sus ojos de montañas mediterráneas e insulares y le habló con su voz de sabor flamenco.

Confundidos y envueltos en la triquiñuela de Vicenzo, hablaron brevemente e intercambiaron nombres y nacionalidades, antes de que él supiera que no era ella a quien buscaba, antes de que ella supiera que no era él quien ocuparía la otra silla al lado de la chimenea.

Él, encontró una mesa de metal industrial pesado al lado de la pared de barro, bajo el candelabro de luz tenue y titilante, y aguardó la llegada de su compañía. Ella, regresó diligente a la lectura del capítulo empezado. Pero mientras él esperaba, la sintió viva en sus pupilas, y ella temblando, al otro lado del café, sintió la silueta de sus pasos acercándose a su piel. 

Al partir, ella lo saludó una vez más y se despidió por última vez. Dejó su tarjeta de escritora junto a la propina, y Vicenzo, tal secuaz, fue de nuevo el mensajero. Él, con curiosidad leyó sus poemas antes de llamarla, en su prosa la conoció antes de conocer su vida y entre sus letras la recorrió antes de verla nuevamente. Él descubrió el camino a su alma antes de que ella pudiera amarlo, fue testigo de su lugar más preciado y profundo. 

Se encontraron una vez más y otra vez. Hoy visitarán a Vicenzo, al cómplice italiano catalizador de sueños ajenos.

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