Cuando llegó a casa era una plantita pequeña, de capullos un tanto adormecidos, plantada tímidamente en el centro de una matera. Eso fue al principio de la primavera pasada.
Mientras el sol la acariciaba, ella trepaba las paredes y se elevaba, mientras compartía su cama con otras enredaderas, que mas que al cielo buscaban a la tierra.
De sus flores abiertas alimentó a las abejas – una de aquellas especies hoy a punto de extinguirse. También jugó con los perros y los gatos que de vez en cuando la visitaron.
El verano pareció prolongarse un poco más de lo esperado; como si supiera de antemano la crudeza del invierno venidero, de las noches interminables y heladas que se sentarían junto a ella, en el banco a lado de la ventana; como si quisiera que esta plantita – una vez pequeña y después alta y esbelta – con fuerza se resistiera al palidecer de sus hojas verdes y a la oscuridad de sus pétalos congelados.
La ví allí tantas veces, me confundía su estoicismo, su pelea por la vida, la fuerza de su resistencia. De su cuerpo solo quedaban las ramas desnudas y algunas hojas protegidas por las otras enredaderas, más preparadas para la densidad del invierno en la calle estrecha y empedrada.
Con resignación le dejé que marchitara. A su propio tiempo. En sus propios términos.
Pero la primavera finalmente llegó, casi al mismo tiempo que el verano. Y a ella – a la plantita una vez pequeña y después alta y esbelta – la volvieron a visitar las abejas, que aún siguen en riesgo de extinguirse.
Volvieron los perros y los gatos. Hoy sus flores tienen ese aire de estoicismo púrpura que guardaron del invierno.
Por ahora, ella no trepa al cielo a través de las paredes, solo festeja con las otras la victoria que la trajo otra vez a la vida y hermosa muestra la fuerza de la resistencia.
Estas son las primeras palabras que florecen de la primavera