Había pasado poco menos de una semana y la esperanza de encontrarlo con vida se había casi desvanecido, quedaba la culpa y el remordimiento por no haber hecho, al menos, lo necesario para salvarlo de la muerte. Sin embargo, en la alberca del segundo patio de la vieja casona en La Candelaria, justo junto a la puerta de la casita que hasta hace un par de semanas había estado habitada por su dueño, estaba el pobre gato, sucio, flaco, sin fuerzas. Pero sobre todo con una tristeza tan profunda que apenas le permitía abrir sus grandes ojos azules.
La conserje de la vieja casona intentó cogerlo, pero él como pudo se escabulló. Marta atinó a gritar mi nombre, tiré entonces la leña con la que intentaba atizar el fuego encendido en la chimenea desde temprano en la mañana, y salí corriendo. No podía creerlo, él me miraba con tal cansancio y de no ser por su naturaleza felina, juraría que Helmuth habría podido echarse a llorar como un niño frente al asomo de cualquier gesto de cariño. Sin duda un alma vieja y guerrera habitaba ese cuerpo blanco, ahora casi sin aliento.
Una vez en casa, buscó un rincón para refugiarse mientras yo seguía intentando avivar el fuego en la chimenea, con el que ahora buscaba calentar al pobre ser inerme. En el entretanto, ambos esperábamos a que su dueño llegara para conducirlo al veterinario y de esta manera subsanar nuestra indiferencia y terquedad. Parecía que Helmuth se jugaba la vida, una de aquellas siete vidas que todos creemos les han sido asignadas a los gatos.
Un libro leído la noche anterior en donde la muerte se mostraba con todas sus máscaras, había puesto de manifiesto cómo a veces morimos para nacer de nuevo y otras veces morimos para regresar a la vida. Parecía entonces ser este el regreso de Helmuth, aunque asaltaba la duda por el mensaje encriptado por El Destino en la mirada del gato herido de amor.
Durante aquella noche de lectura supe que la muerte estaba cerca, que una vez más recibiría su visita. Su presencia le daría un aire frío a la casa y regresaría el vaho helado a mi respiración. Anteriormente, el apuesto caballero de sombrero de copa me había visitado, pero en aquellas ocasiones yo ni siquiera había podido entender el frío penetrante que rodeaba mi existencia. Esta vez estaba preparada para tener una conversación con él, una taza de café acompañaría nuestras palabras y silencios.
Cuando la presencia del nuevo día se coló por mi ventana, un hombre junto a la puerta vendiendo pedazos de madera me advirtió de la importancia del fuego en el recinto. Los preparativos para la anunciada visita estaban en marcha cuando el valiente gato regresó de sus arduas batallas por la vida. Rafael, un poco aturdido por la noticia llegó por él dispuesto a salvarle la vida y, por tanto, salvarse la propia vida. Helmuth era un llamado al compromiso, a ese deseo de ser padre del que a veces huía; era un nuevo momento con la mujer que amaba, quien aunque lejos de la ciudad no se escapaba de este huracán de amor, muerte y destino.
Mientras la ciencia jugaba su parte, el apuesto caballero de sombrero de copa me miraba amorosamente a través de la ventana, no había razón para entrar a la casa, no había vaho en mi respiración. Sería otro el momento para esa taza de café, aunque su sonrisa me insinuaba que nuestro próximo encuentro sería pronto y decisivo. El desafiante juego de miradas terminó cuando Rafael llamó para comunicarme los pormenores del caso clínico.
El diagnóstico fue devastador: hipotermia, anemia, deshidratación y algo más que no alcanzo a recordar, eutanasia o la espera de la hora final, pero en cualquier caso la muerte sería el desenlace fatal. Amor, caricias y cuidados fueron nuestra decisión y de esta manera regresó Helmuth a casa. Una noche larga, su cuerpo cansado y su alma de guerrero al lado de la chimenea. Fuimos sus guardianes y también observadores de nuestra propia vida, críticos de nuestra desidia y lectores de su mensaje traído desde las inmediaciones de la oscuridad. Noche de amor, llanto, esperanza, confusión y diálogo, de un silencio obligado por El Destino, de miedo y decisiones.
Al llegar el amanecer, Rafael regresó a su casa, Helmuth y yo exhaustos dormimos, pero la muerte en un acto de traición quiso tomarlo mientras el sueño lo arrullaba. Sus dientes y garras de tigre lo liberaron, no sin antes lanzar un chillido frente al cual no pude más que permanecer inmóvil. Su pasión por la vida una vez más lo había salvado. Mientras tanto, al otro lado de la ciudad, Rafael sentía morir presa de un terrible desaliento y dolor corporal, solidario con la pelea de su amado compañero.
Helmuth fue sin duda, un alma en donde todas nuestras vidas convergieron, un as de oro que significó luz y unicidad en este juego al que todos pertenecemos, un alma que nos rodeó y en la que todos nos encontramos.
Nota fúnebre: paz para ti mi felino amigo, tarde llegué a tu vida y no estuve a la altura de tu pelea. Perdóname. De ti recibí mucho más de lo que podía merecer y por ello: infinito agradecimiento.
Alma guerrera muere por falta de amor