Ellos tenían destinos distintos.
Ella venía del África. Había nacido de la trilogía de los tambores Batá, en la mística región Yoruba, bajo un sol radiante que tostó su piel intensamente y le dió ese aire imponente de diosa de la muerte.
Había crecido al ritmo de la percusión que marcaba danza y guerra al mismo tiempo, entre el arado hostil, las batallas tribales y la sanación que cura no solamente el cuerpo.
Él venía de las montañas tibetanas, de las alturas blancas y del respirar pausado, encontraba en el timbre de los cuencos arrullo y también sosiego. Él era luz y vidas pasadas, era longevidad y miopía de futuro. Desde que era un niño se había dado a la ardua tarea de conocer su pasado milenario y través del alma misma había aprendido a volar para embarcarse en éxodos galácticos.
Ella era tierra agrietada y raíces fuertes, había sido esclava y aprendido a curar el alma de la traición humana. Él era en cambio ligero, hecho de frío que quema y penetra. Era guerrero del silencio y había aprendido a gobernar amorosamente sobre los estragos de la guerra.
Hoy, al calor del vino siciliano y de los sabores de las especias del mundo, en una mesa vestida modestamente de mantel a cuadros rojos y blancos, a luz de una vela empotrada en una botella de cristal verde, en un restaurante mágicamente escondido entre los pasajes solitarios y fríos de una de aquellas viejas ciudades europeas, en medio de un invierno de neblina tan densa, mirándose a los ojos tan cerca, con las manos entrelazadas y amándose con ternura, supieron que en una vida pasada, él la había parido.
Hoy él entendía su oscuridad y ella encontraba en él la luz.
Allí estaban ellos con su humanidad desnuda e infinita.