Otro día en la cama, la tos rebasa los pulmones y de ellos escucho solo su eco. El dolor en los huesos abandona los pasos sobre el asfalto y el desaliento cierra mis ojos y me sumerge en la almohada.
La habitación no resiste la luz que azul entra a través de los vidrios rotos y el aire huye con las nubes blancas que abandonan el cielo enmarcado en la ventana. La soledad se enreda con el escalofrío que los poros de mi piel ya conocen, observo los objetos a mi alreador y la ausencia me invade.
Las sábanas curtidas me han dejado desnudo y desahuciado, me invitan a morir, a asesinar a mi ser bastardo. Huye de mí con la fiebre esta realidad finita y mortal, me anticipo a la libertad de desistir a esta vida conocida solo por mis palabras, que me lleva al borde de este silencio que me busca.
Me condena esta enfermedad a los aullidos de mis pensamientos ahora insanos e infecciosos, me obliga a conversar conmigo mismo en un diálogo enfermizo, perpetuado y cercado por la muerte que llega antes de lo esperado.
Me escucho con voz sedienta, con labios secos y tos interminable. Y lleno de palabras delirantes, escurro sudor y pesadumbre.